«El éxodo, experiencia fundamental de la
vocación»
Queridos hermanos y hermanas:
El cuarto Domingo de Pascua nos presenta el icono del Buen Pastor que
conoce a sus ovejas, las llama por su nombre, las alimenta y las guía. Hace más
de 50 años que en este domingo celebramos la Jornada Mundial de Oración por las
Vocaciones. Esta Jornada nos recuerda la importancia de rezar para que, como
dijo Jesús a sus discípulos, «el dueño de la mies… mande obreros a su mies» (Lc
10,2). Jesús nos dio este mandamiento en el contexto de un envío misionero: además
de los doce apóstoles, llamó a otros setenta y dos discípulos y los mandó de
dos en dos para la misión (cf. Lc 10,1-16). Efectivamente, si la Iglesia «es
misionera por su naturaleza» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 2), la
vocación cristiana nace necesariamente dentro de una experiencia de misión.
Así, escuchar y seguir la voz de Cristo Buen Pastor, dejándose atraer y
conducir por él y consagrando a él la propia vida, significa aceptar que el
Espíritu Santo nos introduzca en este dinamismo misionero, suscitando en
nosotros el deseo y la determinación gozosa de entregar nuestra vida y gastarla
por la causa del Reino de Dios.
Entregar la propia vida en esta actitud
misionera sólo será posible si somos capaces de salir de nosotros mismos. Por
eso, en esta 52 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, quisiera
reflexionar precisamente sobre ese particular «éxodo» que es la vocación o,
mejor aún, nuestra respuesta a la vocación que Dios nos da. Cuando oímos la
palabra «éxodo», nos viene a la mente inmediatamente el comienzo de la
maravillosa historia de amor de Dios con el pueblo de sus hijos, una historia
que pasa por los días dramáticos de la esclavitud en Egipto, la llamada de
Moisés, la liberación y el camino hacia la tierra prometida. El libro del Éxodo
―el segundo libro de la Biblia―, que narra esta historia, representa una
parábola de toda la historia de la salvación, y también de la dinámica
fundamental de la fe cristiana. De hecho, pasar de la esclavitud del hombre
viejo a la vida nueva en Cristo es la obra redentora que se realiza en nosotros
mediante la fe (cf. Ef 4,22-24). Este paso es un verdadero y real «éxodo», es
el camino del alma cristiana y de toda la Iglesia, la orientación decisiva de
la existencia hacia el Padre.
En la raíz de toda vocación cristiana se
encuentra este movimiento fundamental de la experiencia de fe: creer quiere
decir renunciar a uno mismo, salir de la comodidad y rigidez del propio yo para
centrar nuestra vida en Jesucristo; abandonar, como Abrahán, la propia tierra
poniéndose en camino con confianza, sabiendo que Dios indicará el camino hacia
la tierra nueva. Esta «salida» no hay que entenderla como un desprecio de la
propia vida, del propio modo de sentir las cosas, de la propia humanidad; todo
lo contrario, quien emprende el camino siguiendo a Cristo encuentra vida en
abundancia, poniéndose del todo a disposición de Dios y de su reino. Dice
Jesús: «El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer,
hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna» (Mt
19,29). La raíz profunda de todo esto es el amor. En efecto, la vocación
cristiana es sobre todo una llamada de amor que atrae y que se refiere a algo
más allá de uno mismo, descentra a la persona, inicia un «camino permanente, como
un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y,
precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia
el descubrimiento de Dios» (Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est, 6).
La experiencia del éxodo es paradigma de la
vida cristiana, en particular de quien sigue una vocación de especial
dedicación al servicio del Evangelio. Consiste en una actitud siempre renovada
de conversión y transformación, en un estar siempre en camino, en un pasar de la
muerte a la vida, tal como celebramos en la liturgia: es el dinamismo pascual.
En efecto, desde la llamada de Abrahán a la de Moisés, desde el peregrinar de
Israel por el desierto a la conversión predicada por los profetas, hasta el
viaje misionero de Jesús que culmina en su muerte y resurrección, la vocación
es siempre una acción de Dios que nos hace salir de nuestra situación inicial,
nos libra de toda forma de esclavitud, nos saca de la rutina y la indiferencia
y nos proyecta hacia la alegría de la comunión con Dios y con los hermanos.
Responder a la llamada de Dios, por tanto, es dejar que él nos haga salir de
nuestra falsa estabilidad para ponernos en camino hacia Jesucristo, principio y
fin de nuestra vida y de nuestra felicidad.
Esta dinámica del éxodo no se refiere sólo a la
llamada personal, sino a la acción misionera y evangelizadora de toda la
Iglesia. La Iglesia es verdaderamente fiel a su Maestro en la medida en que es
una Iglesia «en salida», no preocupada por ella misma, por sus estructuras y
sus conquistas, sino más bien capaz de ir, de ponerse en movimiento, de
encontrar a los hijos de Dios en su situación real y de com-padecer sus
heridas. Dios sale de sí mismo en una dinámica trinitaria de amor, escucha la
miseria de su pueblo e interviene para librarlo (cf. Ex 3,7). A esta forma de
ser y de actuar está llamada también la Iglesia: la Iglesia que evangeliza sale
al encuentro del hombre, anuncia la palabra liberadora del Evangelio, sana con
la gracia de Dios las heridas del alma y del cuerpo, socorre a los pobres y
necesitados.
Queridos hermanos y hermanas, este éxodo
liberador hacia Cristo y hacia los hermanos constituye también el camino para
la plena comprensión del hombre y para el crecimiento humano y social en la
historia. Escuchar y acoger la llamada del Señor no es una cuestión privada o
intimista que pueda confundirse con la emoción del momento; es un compromiso
concreto, real y total, que afecta a toda nuestra existencia y la pone al
servicio de la construcción del Reino de Dios en la tierra. Por eso, la
vocación cristiana, radicada en la contemplación del corazón del Padre, lleva
al mismo tiempo al compromiso solidario en favor de la liberación de los
hermanos, sobre todo de los más pobres. El discípulo de Jesús tiene el corazón
abierto a su horizonte sin límites, y su intimidad con el Señor nunca es una
fuga de la vida y del mundo, sino que, al contrario, «esencialmente se
configura como comunión misionera» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 23).
Esta dinámica del éxodo, hacia Dios y hacia el
hombre, llena la vida de alegría y de sentido. Quisiera decírselo especialmente
a los más jóvenes que, también por su edad y por la visión de futuro que se
abre ante sus ojos, saben ser disponibles y generosos. A veces las incógnitas y
las preocupaciones por el futuro y las incertidumbres que afectan a la vida de
cada día amenazan con paralizar su entusiasmo, de frenar sus sueños, hasta el
punto de pensar que no vale la pena comprometerse y que el Dios de la fe
cristiana limita su libertad. En cambio, queridos jóvenes, no tengáis miedo a
salir de vosotros mismos y a poneros en camino. El Evangelio es la Palabra que
libera, transforma y hace más bella nuestra vida. Qué hermoso es dejarse
sorprender por la llamada de Dios, acoger su Palabra, encauzar los pasos de
vuestra vida tras las huellas de Jesús, en la adoración al misterio divino y en
la entrega generosa a los otros. Vuestra vida será más rica y más alegre cada
día.
La Virgen María, modelo de toda vocación, no
tuvo miedo a decir su «fiat» a la llamada del Señor. Ella nos acompaña y nos
guía. Con la audacia generosa de la fe, María cantó la alegría de salir de sí
misma y confiar a Dios sus proyectos de vida. A Ella nos dirigimos para estar
plenamente disponibles al designio que Dios tiene para cada uno de nosotros,
para que crezca en nosotros el deseo de salir e ir, con solicitud, al encuentro
con los demás (cf. Lc 1,39). Que la Virgen Madre nos proteja e interceda por
todos nosotros.